jueves, 3 de septiembre de 2009

El tiempo que nos queda


Cuando ves perderse la última tarde de Agosto, el alma queda emponzoñada. Es como si fuese el último día de todos los días, como si en el limbo del corazón del hombre no quedase sino el recuerdo de todo lo anterior y de esta postrera hora.

Entonces sientes que has tirado tu existencia a la basura y una gran mácula de polvo perla la eterna palestra de un erario vulnerado. Es como si quisieras abrazar a Horacio y venerar su tópico del “tempus fugit”.

Como si sólo el poeta latino pudiese salvarte y tu vida lacónica sufriese un esplín y desde esta penuria de existencia una subversiva sensación de embozada anestesiara tanta perspicacia enjuta robada al estigio.

Como si detrás no hubiese nada y atisbaras un abismo de insondable soledad. Es como si una protuberancia te persiguiera. Como si con zapatos ajados avanzase tras de ti para contarte que este es el último día en la tierra y sientes que ya no hay tiempo para nada, que el silencio es una preciosa forma de la eternidad a la que no estamos llamados.

Como si todo el aire del mundo no bastase para salvar el hastío que aguarda el alma de un niño. Y no es suficiente conformarse con haber vivido y así recuerdas al caballero Bonald, y es que no somos más que eso: “
El tiempo que nos queda